miércoles, 15 de diciembre de 2010

No veo nada

A cuento de un recurso usado en una obra de teatro acá en el parque del Sur, hablamos con mi amiga del ejercicio del lazarillo. Cerrás los ojos o te los vendan. Das la mano o apenas tocás con la yema del índice a otro, que sí ve. Juntos se trasladan, cumpliendo alguna propuesta externa. Sin duda, el ejercicio se engloba en aquellos que exploran la capacidad de donar parte del ejercicio de la voluntad a otra persona. "Dejarse llevar" es algo explícito, metáfora de la metáfora, en este juego.
Pero en el medio suceden también otras cosas. Una es el proceso de acostumbramiento a la oscuridad. Si te tomaste en serio el ejercicio, ya no ves. No completás el espacio, el traslado, con una imagen. Y si vas más allá (este es el punto sobre el que quiero escribir hoy), dejás de siquiera componer una imagen mental del espacio como tal y lo remplazás por una gramática de encuentros y tropiezos con el mundo exterior.
Al renunciar a mirar o siquiera imaginar que miro, desenmascaro una o dos trampas de la metafísica (esa asociación ilícita formada en Grecia y que anda diciendo que las cosas son esencialmente algo, antes de ser sensiblemente algo), a saber. No necesito que seas buena ("ay, qué buena que sos, Ana") para dejarme llevar; no podría siquiera, ni con la mejor de las visiones, completar un modelo que me impida tropezar eventualmente con una frase hecha, un pensamiento facho, o cualquier cursilería.

¿Y de qué me sirve saber a qué te dedicás y si venís seguido a este boliche? ¿O adelantarme a una promesa de por vida, o a un rechazo de un helado en La Americana? ¿Para qué quiero un modelo de vos?

Te propongo, mejor, que sospechemos de la metafísica y de los perfumes. La esencia no te define. Juguemos a tantearnos, que en esa gramática está el mayor respeto por lo que puede llegar.
Peronacho

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