domingo, 26 de diciembre de 2010

Basta de calzoncillos en el arbolito

En algún momento de la cena de nochebuena, los mayores encuentran (con una sorpresa que no por repetirse todos los años disminuye), que el Niño Dios ha dejado unos paquetes con nuestros nombres. Alguien empieza a leer los cartelitos y a convocar a cada homenajeado a romper el papel de regalo y descubrir lo que el Niño ha decidido traerle.

No es nada que la Economía Celestial tenga dificultades para colocar bonos, pero ¿por qué traerle calzoncillos a un pequeño que espera algo para hacer rodar, picar, arrojar o conectar al televisor? El calzoncillo no sirve a ninguno de esos propósitos. El calzoncillo, oh funcionario celeste que equivocaste góndola en Casa Tía, está en el imaginario de los padres, de ningún modo en el de los párvulos.

De nada sirve inventarse inflamadoras lecturas de Nietzsche: es fácil reconocer en el ateísmo militante de algunos de nosotros, la huella antigua de una provocación. Tal vez los adultos de entonces ni siquiera registraron el leve reacomodo del pesebre de modo que el ano del burro quedaba, en represalia, justo sobre la cabeza del recién nacido.

No se puede confiar en los poderes del más allá, ni en los reyes magos, ni en los dioses ni en sus intérpretes, porque no son realmente niños.

Sí se puede confiar en uno al que hagamos presidente, que pueda jugar con un atributo como el bastón, que decida qué cuadros hace bajar de dónde, y que reaccione igual que yo, más allá de la investidura, frente a la tilinguería.

Los regalos que trajeron Néstor y Cristina se acercaron mucho más a lo que esperábamos. Autitos producidos en el país. Escuelitas y computadoras. Autopistitas. Industrias con obreritos trabajando. Asignacioncitas universales. Jubilacioncitas. Sojita como para que los productorcitos estén contentos y alcance para hacer fluir la economía. Una carcelcita para armar y meter a los torturadorcitos.

Esta navidad fue mi primera navidad peronista: gran alegría, sin calzoncillos.
Peronacho

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Fanáticos

1.
Nunca logré ser fan de algo. Siempre me sentí levemente inferior a los seguidores incondicionales de, por ejemplo, los Beatles, la Fórmula 1 o la poesía surrealista. Durante mucho tiempo esto me preocupó, supongo que por adolescente eterna y la idea quemante de querer pertenecer, de no ser si no en lo colectivo. Transitaba los '80 y estaba un poco perdida, como todos. Esta idea de ser fan de algo implosionó cuando estudié Letras y me envolví en la piel incolora de la duda: sobre los relatos, sobre el autor y sobre la palabra misma. Me fuí al otro extremo de la feria artesanal de las estéticas y me dí el gusto de ser fan de no ser fan de nada. Eran los '90. En algún momento hice terapia, asumí la neurosis y la culpa y revisé mi historia. Y ví que lo que yo creía una falta era algo creativo y potente: capacidad de vivir con lo distinto. Hay una enumeración de historia personal que reordenaba, viendo Formosa y Soldatti en este tiempo de cuestionamiento de país y de ciudad que nunca dejé.


2.
Apunto: que mi sangre es italiana, francesa, española y toba; que hice jardín en colegio de monjas, primer grado en escuela pública con comedor escolar, compañeros de Barrio San Lorenzo y el maestro Coco que era gay que me enseñó a leer y escribir; que fuí primeros casos de hija de padres separados y luego divorciados; que me cambiaron de escuela en segundo grado a una pública de Barrio Sur y tuve compañeros de Alto Verde hijos de pescadores y compañeros del Fonavi del Centenario, compañeros con apellido que tuvieron primero televisión por cable y computadora, compañeros nacidos en otros países y compañeros cuyos padres eran hippies y otros que eran Testigos de Jehová y evangélicos; que luego mi padre se hizo evangélico; que aprendí que el olor raro en el pelo de algunos compañeros era el olor de la basura quemada y de la imposibilidad de bañarse todos los días por falta de agua potable; que aprendí a jugar con compañeros con piojos y a tener piojos; que me llevó a la escuela durante años un transporte escolar sólo con chicos con Síndrome de Down; que jugué toda mi vida con varones en el barrio, a la pelota y a tirar rompeportones, porque era la única nena; que mi tía Estelita era montonera y mi abuelo socialista y mi madre radical; que en la secundaria no tuvimos un mango pero me leí casi toda la Biblioteca Pedagógica y después iba a recitales heavy metal en República del Oeste; que seguí sin un mango en la facultad (pública) y me atrasé porque trabajaba pero terminé; que tuve (y tengo) amigos poetas, amigos que hacen teatro, amigos gays y heterosexuales, chilenos y cubanos, músicos, militantes, médicos, guardiacárceles y trabajadores de cancillería; que elegí no dar clases en privada y sí darlas en la pública; que la mayoría de mis alumnos son argentinos hijos de familias chaqueñas y bolivianas y casi todos cobran la asignación universal por hijo y trabajan en el Mercado y algunos de ellos murieron o están en cana, y viven 10 en una casa de dos habitaciones.


3.
2010 en Argentina. Hace mucho tiempo que no me preocupa ser fan de algo y me siento felíz de reordenar mi historia fundamentada en la diferencia. Me pregunto si alguien puede hacer una enumeración muy distinta de la mía. O eliminarla de la memoria. La última opción tiene fanáticos seguidores por estos días. La buena noticia es que siempre somos más los diferentes no lunáticos ni histéricos.


La Pocha

No veo nada

A cuento de un recurso usado en una obra de teatro acá en el parque del Sur, hablamos con mi amiga del ejercicio del lazarillo. Cerrás los ojos o te los vendan. Das la mano o apenas tocás con la yema del índice a otro, que sí ve. Juntos se trasladan, cumpliendo alguna propuesta externa. Sin duda, el ejercicio se engloba en aquellos que exploran la capacidad de donar parte del ejercicio de la voluntad a otra persona. "Dejarse llevar" es algo explícito, metáfora de la metáfora, en este juego.
Pero en el medio suceden también otras cosas. Una es el proceso de acostumbramiento a la oscuridad. Si te tomaste en serio el ejercicio, ya no ves. No completás el espacio, el traslado, con una imagen. Y si vas más allá (este es el punto sobre el que quiero escribir hoy), dejás de siquiera componer una imagen mental del espacio como tal y lo remplazás por una gramática de encuentros y tropiezos con el mundo exterior.
Al renunciar a mirar o siquiera imaginar que miro, desenmascaro una o dos trampas de la metafísica (esa asociación ilícita formada en Grecia y que anda diciendo que las cosas son esencialmente algo, antes de ser sensiblemente algo), a saber. No necesito que seas buena ("ay, qué buena que sos, Ana") para dejarme llevar; no podría siquiera, ni con la mejor de las visiones, completar un modelo que me impida tropezar eventualmente con una frase hecha, un pensamiento facho, o cualquier cursilería.

¿Y de qué me sirve saber a qué te dedicás y si venís seguido a este boliche? ¿O adelantarme a una promesa de por vida, o a un rechazo de un helado en La Americana? ¿Para qué quiero un modelo de vos?

Te propongo, mejor, que sospechemos de la metafísica y de los perfumes. La esencia no te define. Juguemos a tantearnos, que en esa gramática está el mayor respeto por lo que puede llegar.
Peronacho